LA ROSA DE PASIÓN
(Leyenda religiosa)
(Leyenda religiosa)
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.
[…] En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial,[…] tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví. Era este judío rencoroso y vengativo,[..] Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe[…] En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
[…]Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, […]se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre.
Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara[…]uno de sus adoradores se acercó a Daniel y dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?[…]
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-…] que tu hija está enamorada de un cristiano.[…]
-¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de la tribu, al báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?[…] avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos.
[…] Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño […]cuando el dueño de un barquichuelo […] vio aproximarse a la orilla,[…] a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos […]El buen hombre, sentándose en su barca, aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado: ¡un enjambre![…]
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche.[]
Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio […]«No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van, qué hacen, qué intentan. »
[…]La barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea,[…] señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda.
[…] Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado.[…] Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
[…] Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento,[…] se dirigió con paso firme […]hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.[…] Su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía;[…] parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión,[…] Sara,[…] tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior […] Había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o afilaban sobre una piedra las puntas de enormes clavos de hierro. Allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban a la víctima.[…]
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo […]a deciros que […] el cristiano a quien aguardáis no vendrá porque yo lo he prevenido de vuestras asechanzas.
-¿Sara! -exclamó el judío, rugiendo de cólera-. […] tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre todo amor para los suyos, un Padre a quien vosotros clavasteis en una afrentosa cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo.[…]
Al oír estas palabras, […]Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró, […]hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando […]
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.[…]
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo, flor extraña y misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia. Cavando en aquel lugar […]se halló el cadáver de una mujer y enterrados con ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.
EL CRISTO DE LA CALAVERA
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Bisagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero.
La víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. Por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro.Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo , llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones.Cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo. En los torneos de Zocodover, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos. La hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que salían de los labios de sus adoradores .
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés. Tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; Doña Inés, o aturdida o complaciéndose, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura. De repente, se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba, Tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Alonso y Lope, se clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; la gente del pueblo comenzaba a dispersarse en todas direcciones , cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, como buscando a alguien que debía esperarlo, que descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover,.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad .Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre. Apresuraron el paso en su dirección y no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración se apercibieron mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Los dos combatientes dieron un paso atrás y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos.La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, asombrado como él..Dios no quiere permitir este combate, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda.
Los dos jóvenes volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada,que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón. Las puertas se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros.A su lado estaba doña Inés de Tordesillas. Aquel día a ella le parecía advertir que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos. En efecto, al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.
EL BESO
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo tuvo lugar el suceso que voy a referir. Una noche, a hora bastante avanzada, ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el golpear de los cascos de sus corceles, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba, hablando a media voz con otro, también militar.
—En verdad —decía el jinete a su acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi ,casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán? —contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—. En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos. El convento adonde voy a conduciros no era mal local.
_En fin —exclamó el oficial— más vale incómodo que ninguno. Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca
—He aquí vuestro alojamiento —exclamó el aposentador. El capitán, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
A la luz del farolillo, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que mandó echar pie a tierra a su gente y fue acomodándola como mejor pudo.
La iglesia estaba completamente desmantelada. En el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
Nuestro héroe, una vez acomodado, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
II
Los oficiales, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, Apenas le vieron sus camaradas, salieron a su encuentro para saludarle. Rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado: el inconveniente de los alojamientos.
—Y a próposito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?-Preguntó uno de los oficiales.
_Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
.Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento-señaló el capitán. Es todo lo que se llama una verdadera aventura
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y éste comenzó la historia en estos términos:
Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando en lo mejor del sueño me hizo despertar un estruendo, horrible. Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral. Disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo vi a una mujer arrodillada junto al altar. No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño .Yo ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábase que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven
III
La noche había cerrado sombría y amenazadora .Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeció las órdenes de su capitán. A los pocos minutos, una gran claridad que anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza-exclamó el capitán.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios. En el fondo de un arco sepulcral, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
-Se llama Doña Elvira de Castañeda, y, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira. A través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración…
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, presentándole una copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero- No creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival…Tú serías bebedor a fuerza de soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma! Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas.Cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras...
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol inerte. El artista, casi como un Dios da a su obra un soplo de vida que; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, - ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.
TRES FECHAS
En una cartera de dibujo, que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas. […]Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos […]
- I -
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado, […]que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas; en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica».
Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, es achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.
[…]Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, […]se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. […]
El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre;[…] He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construida en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba un saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad;[…]
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.[…] sin encontrar en ella una sola persona, […]
Una tarde, sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. […] lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue al notar que cuando volví la cabeza para mirarla las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que, sin duda, me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea […]de la mujer que la había levantado; porque indudablemente a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.
[…]Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.[…]¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.
[…]
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad.[…] Un día, me despedí del mundo de las quimeras y tomé un asiento en el coche para Madrid.
[…]
Mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.
- II -
Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. […]
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.[…] encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, […] llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada, al parecer, aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
[…] al penetrar en la plaza, se presentó de improviso a mis ojos […] el edificio […] más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.
[…]Figuraos un palacio árabe con sus puertas en forma de herraduras; sus muros engalanados con largas hileras de arcos [...]; la acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; […]Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiendo otros rasgos {…] Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión,[…]
Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente cuando, […] dejé de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. […]
De pronto di un salto sobre mi asiento,[...] fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que, saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo, en la plaza. En balde esperé la noche,[…] inútilmente volví muchas […]No la volví a ver más...
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo […] Torné a guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. […]
- III -
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido hasta que volví a Toledo transcurrió cerca de un año, […]
El día estaba triste […]La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.[…]Sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme,[…] me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.[…]
Tendí una mirada a mi alrededor.[…]Contemplé […]el sombrío convento, […] y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, […]A intervalos, y confundidos con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.[…] Llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me contestó el pobre, […]
Jamás había presenciado esta ceremonia; […]
La iglesia era alta y oscura; […] El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento, cuajada de angelones con escudos, grifos, […]. En torno a las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. […]
La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor bajaban en aquel momento las gradas […] para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio […] No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano,[…] Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.[…]
La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, […]le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía […] Después la despojó del velo y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante porque en seguida […] cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...
Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, […]
La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas y, formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto y pude verle el rostro. […] Yo conocía a aquella mujer: no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; […]Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé; […] pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre.[…]
Volví los ojos a mi alrededor buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
-Tal vez era sola en el mundo -dije, y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
-¿La conoce usted? -le pregunté.
-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
-¿Y por qué profesa?
-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para que profesase, y ya veis... ¿que había de hacer? Hija del administrador del conde de C..., al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle no pude contener una exclamación de sorpresa.
[…]Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer y de donde no se borrará nunca.
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
LA AJORCA DE ORO
(Leyenda de Toledo)
(Leyenda de Toledo)
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios[…]
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
[…] Él la encontró un día llorando, y la preguntó:
-¿Por qué lloras?
[…] María exclamó:
- No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. […]Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
[…]Ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
-Tú lo quieres; […]Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, su imagen,[.] resplandecía como un ascua de fuego;[…]. No sé por qué mis ojos […] se fijaron en un objeto […]; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto.[] Salí del templo; []. Me acosté para dormir; no pude.. […]. Al amanecer se cerraron mis párpados, y, […] en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería;[…] porque ya no era la Virgen {…]; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... […]
Pedro,[…] dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-La del Sagrario- murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-. ¡La del Sagrario de la Catedral! ...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, […]
El mismo día en que tuvo lugar la escena […] se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
[…]Ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor,[…] cuando de entre las sombras,[…] se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero.[…] Era Pedro.
[…] Él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola,[…] y sumergida en un silencio profundo.[…] Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió la primera grada de la capilla mayor. []¡Adelante!, murmuró en voz baja,[…] Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban […]losas sepulcrales.
[…]¡Adelante!, volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; […] subió hasta el escabel de la imagen. […] la Reina de los cielos, […]parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa […] concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.[…]
Cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca, la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo
[…]Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, […] Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.
[…] Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:-
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
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